A menudo hablamos de lo importante que es comprometernos y trabajar para el avance del Reino de Dios. Ciertamente es fundamental que cumplamos con la Gran Comisión; es un mandamiento dado por el Señor y es el ministerio de la Iglesia. No podemos escapar de nuestra responsabilidad de hacer discípulos para Cristo. 

Sin embargo, a veces corremos el peligro de desenfocarnos mientras estamos en el ministerio. Comenzamos a poner demasiada confianza y esfuerzo en otros factores, que pueden darnos “mejores resultados” o nos permiten llegar a más gente. Cuando esto sucede, es necesario que volvamos a recordar cuál es el secreto para el avance del Reino: El obrar de Dios en y a través de nosotros. 

Esta sencilla pero esencial lección nos la enseña nuestro Señor en la parábola del crecimiento de la semilla. En el Evangelio según Marcos 4:26-29 leemos esta historia que, aunque es breve, nos da una enseñanza importante para nuestro ministerio.

en una vida ejemplar frente a la congregación (1º P. 5:3). 

Jesús decía también: «El reino de Dios es como un hombre que echa semilla en la tierra, y se acuesta de noche y se levanta de día, y la semilla brota y crece; cómo, él no lo sabe. La tierra produce fruto por sí misma; primero la hoja, luego la espiga, y después el grano maduro en la espiga.Y cuando el fruto lo permite, él enseguida mete la hoz, porque ha llegado el tiempo de la siega»

La parábola muestra la manera en que el Reino de Dios avanza en el mundo. Está el hombre que siembra la semilla, pero luego la tierra da fruto por sí misma, sin que el sembrador sepa cómo la semilla crece y brota. 

Aquí encontramos ciertos elementos simbólicos que ya conocemos. La semilla es la Palabra de Dios, el sembrador es la Iglesia que evangeliza y discipula, y la tierra sembrada son los que reciben el Evangelio proclamado. En medio de todo, vemos el misterio del Reino que se revela y nos muestra cómo avanza.

Dios hace que Su Reino avance por medio de Su Iglesia, que obedece al mandato de la Gran Comisión predicando la Palabra, evangelizando y discipulando. Pero a la vez, la salvación de los oyentes y su crecimiento espiritual en madurez y santificación no dependen, en última instancia, del que predica, sino de la obra de Dios el Espíritu Santo.

Esto nos recuerda lo que enseñó el Apóstol Pablo a la Iglesia en Corinto, cuando abordó las peleas y divisiones por ciertos partidismos en la congregación. Cuando algunos creyentes corintios se jactaban de haber sido evangelizados y discipulados por Pablo, o por Apolos, el apóstol de los gentiles los reprendió y les recordó que ambos maestros de la Palabra no eran más que servidores mediante los cuales ellos habían creído. El Señor había usado a ambos predicadores. Es entonces cuando encontramos la siguiente declaración: “Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Co 3:6-7). Por lo tanto, el Reino de Dios avanza por la voluntad y el poder de Dios.

Aplicaciones prácticas

Esta verdad esencial debe servirnos para mantener el enfoque en el ministerio, y para no caer en ciertos errores comunes. Por eso quiero hacer dos reflexiones prácticas a modo de aplicación de esta parábola.

En primer lugar, debemos predicar la Palabra.  Sabemos que somos salvos por gracia, por medio de la fe, y que todo esto es un don de Dios (Ef. 2:8), pero también debemos tener siempre presente que “la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Ro 10:17). Por lo tanto, para que los pecadores obedezcan al Evangelio en arrepentimiento y fe en Jesucristo, deben escuchar el Evangelio. “¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio del bien!” (Ro 10:14-15). Es, pues, menester que la Iglesia predique la Palabra de Dios.

En segundo lugar, debemos depender de Dios y ministrar en el poder de Su Espíritu Santo. En la parábola vemos que, sin importar si el sembrador durmiera o se mantuviera despierto, la semilla brotó y creció sin que él supiera cómo. El crecimiento se dio sin la intervención humana, porque Dios obró. A menudo nos sentimos tentados a recurrir a métodos creativos, o a elaborar estrategias para alcanzar a más perdidos con el Evangelio, pero nos olvidamos de confiar en Dios.

No está mal planificar y programar eventos evangelísticos, pero no podemos poner nuestra confianza en ellos. Hagamos nuestra parte, que es predicar la Palabra, y esperemos con fe que el Señor haga la obra y produzca fruto de salvación y santificación. En palabras de William Carey, “esperad grandes cosas de Dios, emprended grandes cosas para Dios”.

Cuidémonos de esforzarnos demasiado y confiar más en nuestra fuerza, inteligencia, astucia o activismo. Cuidémonos de caer en la manipulación que solo consigue conversiones forzadas y falsas. Cuidémonos de acelerar a las personas para que se bauticen y se involucren en las distintas actividades de la iglesia local sin estar seguros de que realmente conozcan el Evangelio y hayan nacido de nuevo.

Recordemos que el éxito de nuestro ministerio no radica en los resultados, los números de nuevos bautizados o la cantidad de nuevos miembros congregándose. Nuestro éxito está en predicar toda la Palabra de Dios, en dependencia del poder del Espíritu del Señor. A nosotros nos compete hacer discípulos para Cristo, de lo demás se encarga el Señor.

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