A los egresados del seminario, mis hermanos en Cristo:

¡Qué grande y maravilloso es nuestro Padre y Dios Soberano! No podría comenzar esta carta de otra manera. El simple hecho de creer en Él, de recibir la fe salvífica como expresión de su gracia, es un milagro que sobrepasa todo entendimiento. Pero aún más, contar con la posibilidad y el privilegio de seguir conociéndole día a día, a través de Su Palabra, es un milagro continuo en nuestro diario caminar. Como bien dice Juan 17:3, conocer al único Dios verdadero y a nuestro Señor Jesucristo es ser partícipes de la vida eterna. ¡Cuán fácil es olvidar esta bendición!

Hace aproximadamente un año concluí la Diplomatura en estudios teológicos del Seminario Bíblico William Carey. Todavía lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella expectativa y emoción que me generaba la decisión de profundizar en el estudio de Su Persona. Fueron 3 años que, entre el estudio y otras obligaciones, pasaron muy rápido. No obstante, cada materia y cada enseñanza fueron de gratificación y edificación constantes.

No me siento en una posición digna delante de Dios, ni delante de hombres y mujeres de fe, como para establecerme como ejemplo ni de impartir consejo alguno. Sin embargo, puedo compartir mi propia experiencia luego de concluir mis estudios.

Explorando las profundidades en comunidad

La cursada pasó en un abrir y cerrar de ojos. Por eso, una vez concluida toda la Diplomatura, dispuse de tiempo para repasar los contenidos. Releer las clases y la abundante bibliografía no debería ser considerada como una actividad de poca importancia. Hay aguas profundas que aún pueden seguir siendo exploradas por el corazón que no se sacia de aprender del verdadero Maestro. 

Una sensación bastante habitual me invadía en la medida que iba concluyendo distintas materias del seminario. Al tener que cumplir con otras responsabilidades durante la cursada (trabajo y ministerio), sentía que no llegaba a dedicar el tiempo suficiente para que los contenidos puedan asentarse de manera profunda en mi mente y corazón. En este sentido, fue muy provechoso el ejercicio de compartir lo aprendido con una comunidad de fe. Primero, porque promovía una revisión completa del contenido y de los puntos más relevantes de cada materia. Segundo, porque no es lo mismo prepararse para rendir un examen, que hacerlo para compartir y enseñar a otros. Ésta última requiere una preparación más profunda y exhaustiva.

Desde hace algunos años me encuentro liderando una célula de adolescentes en mi iglesia local. Cada semana cuento con el enorme compromiso y bendición de compartir la Palabra con ellos a través del estudio de las Escrituras. De hecho, ellos fueron una de las grandes motivaciones para iniciar los estudios de la diplomatura. Quería contar con más herramientas para compartir el evangelio de manera efectiva en sus vidas.

Principios adquiridos en materias como Introducción a la Biblia, al Antiguo y al Nuevo Testamento, Teología Sistemática, entre otras, son de aplicación constante en la preparación de estudios bíblicos. También el contenido de materias como Introducción a la Hermenéutica y a la Predicación Expositiva, fueron y son de gran ayuda para la preparación de distintas prédicas que pude compartir. A su vez, materias como Madurando en mi vida con Cristo, Introducción a la Misiología, y el ya mencionado ejemplo misionero de William Carey, son un recordatorio constante del llamamiento que hemos recibido para vivir en pos del evangelio. Me recuerdan que mi vida, en última instancia, no se trata de mí, ni de mi rutina, ni de mis circunstancias, ni de mis proyectos. Mi vida llega a ser vida verdadera cuando puedo alinear mi corazón a la voluntad del Señor de la mies. 

Manteniendo el balance

Cabe recordar que estudiar y concluir una diplomatura en teología no nos convierte automáticamente en mayores y destacados siervos de Dios, ni en mejores seres humanos. Pareciera ser una obviedad; una verdad que no hace falta recalcar. Sabemos que nuestro Padre celestial aborrece el orgullo y la soberbia, y da gracia a los humildes. Pero a pesar de saberlo, en reiteradas ocasiones nos encontramos en la necesidad de recordar esta verdad, necesitamos grabarla en nuestros corazones.

Como egresados del seminario, a menudo somos y seguiremos siendo considerados por otros hermanos y conocidos como aquellos que “conocen más de la Palabra de Dios”. Seguramente, vendrán a consultarnos sus dudas, en busca de consejo sobre diversos temas conflictivos de la vida práctica y espiritual. Muchos depositarán su confianza, sus expectativas, su ejemplo a seguir en nosotros. Ante este escenario, debemos encontrar el balance de dos principios que definen nuestro servicio al Señor.

El primero es que lo que otros piensan y esperan de mí, no define quién soy en realidad a los ojos de Dios. Como dije recién, estamos en la misma condición que el resto de la congregación, somos pecadores redimidos e hijos adoptados por nuestro Padre Celestial. No estamos por encima del resto sólo por haber estudiado una Diplomatura. Debemos mantener una actitud humilde y reverente ante el Señor, siendo siervos de la iglesia. 

El segundo principio es que, si bien estamos en el mismo nivel que el resto, sí contamos con una responsabilidad que puede ser mayor. Como dice en el evangelio de Lucas, “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá.” (Lc 12:47,48, RV60). Dudo de que hayan sido muchos los que tomaron la decisión de iniciar la diplomatura a la ligera. Pero aún si ese es el caso, debemos asumir la práctica de todo lo que se nos ha transmitido durante la cursada, con compromiso y dedicación. No involucra únicamente el contexto de la enseñanza bíblica. También implica una vida de mayor consagración y obediencia a nuestro Señor Jesucristo. Nuestra vida real y cotidiana debe reflejar el conocimiento que hemos adquirido, a través de acciones, pensamientos y decisiones concretas que le den toda la gloria a Dios.

El fin de cursado es solo el inicio

Cuento con la posibilidad de interactuar y compartir con distintos hermanos en Cristo que están cursando o han concluido sus estudios teológicos. Todos coincidimos en que iniciamos estos estudios en el seminario con la esperanza de hallar respuestas a las distintas preguntas que nos planteamos en nuestro interior. Preguntas que no alcanzamos a responder con una simple lectura bíblica. Pero lo maravilloso de estudiar en el Seminario está en el hecho de que, si bien muchas preguntas son respondidas, hay nuevas inquietudes que nos desafían a seguir estudiando y formándonos como discípulos de Jesús.

La Diplomatura no es el final del camino, ni mucho menos. Incluso puede representar el inicio de una búsqueda más personal del plan que tiene Dios para nuestras vidas. A los fines prácticos, esto quiere decir que hay que seguir leyendo y estudiando, sin perder de foco que la base y el fundamento de todo conocimiento debe ser la Biblia. 

Vivimos en una época oscura y hostil, en la que los principios bíblicos son cuestionados y rechazados por varios sectores sociales. Quienes queremos seguir los pasos de nuestro Buen Pastor representamos, claramente, una minoría despreciada en el mundo. Pero lejos de amedrentarnos, aceptemos este llamamiento de servir a nuestro Salvador con el mismo gozo que experimentaron los primeros discípulos, de “haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (Hch 5:41, RV60). 

“Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.” (Mt 9:36-38, RV60)

Seamos los obreros que dan un paso al frente y confesemos “Heme aquí, envíame a mí”.

Que sus vidas sean llenas de bendiciones y frutos espirituales para Su gloria. Gran abrazo para todos: alumnos, egresados, profesores, hermanos en Cristo.

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