La razón principal por la cual debemos estudiar griego y hebreo es que fueron los idiomas elegidos por el Espíritu Santo para comunicar la Palabra de Dios. Las confesiones protestantes del siglo XVII, como las de Westminster o la Bautista de 1689, afirman esto y agregan que, ante cualquier controversia doctrinal, se debe recurrir a los originales.La Confesión Bautista de 1689, a la cual suscribe el Seminario Bíblico William Carey, lo expone de la siguiente manera: “El Antiguo Testamento en hebreo y el Nuevo Testamento en griego, siendo inspirados inmediatamente por Dios y mantenidos puros a lo largo de todos los tiempos por su especial cuidado y providencia, son, por tanto, auténticos; de tal forma que, en toda controversia religiosa, la Iglesia debe apelar a ellos en última instancia”

Las diferentes traducciones

Alguien podría objetar: “¿es necesario estudiar los idiomas bíblicos si ya existen tantas traducciones disponibles?”. Es una bendición que poseamos en nuestra lengua castellana, más de cuarenta traducciones disponibles.

Existen versiones bíblicas que siguen filosofías de traducción más literales, como la Reina Valera en sus distintas versiones, o La Biblia de las Américas. Por otro lado, hay traducciones más dinámicas que intentan hacer el texto más coloquial y accesible al lector contemporáneo, como la Nueva Versión Internacional (NVI) o la Nueva Traducción Viviente (NTV), para dar sólo algunos ejemplos. Sin duda son de gran beneficio.

El problema radica en que, si se comparan algunos pasajes, se pueden notar diferencias entre las diferentes traducciones (aunque la mayoría no son significativas). Entonces, el lector se encuentra en una situación de confusión. ¿Cuál de todas tiene la razón? ¿las más literales o las más dinámicas? ¿qué dicen los comentarios?

La realidad es que la única forma de poder resolver el asunto es conociendo los textos bíblicos en su idioma original. Incluso para poder entender lo que muchos comentaristas dicen acerca de cierto pasaje, es necesario conocer los idiomas originales para no tener una dependencia absoluta de los supuestamente expertos.

El desafío de volver a las fuentes

Para que se entienda el punto, permítame hacer una ilustración, que puede ser un ejemplo desafiante para todo aquel que tome seriamente el estudio de las Escrituras. Imagine esta situación por un momento: le presentan un hombre de EE.UU. que tiene un doctorado en literatura castellana. Hizo su tesis en, nada más y nada menos, que la obra cumbre de Miguel de Cervantes, “Don Quijote de la Mancha”.

Entonces, usted quiere comenzar a conversar con este distinguido profesor sobre la obra en cuestión, pero él le responde en un castellano quebrado: “yo no hablar “. Seguramente usted no podría salir de su asombro, pensaría cosas como “¿Cómo es posible que este hombre sea un erudito en lengua castellana y no sepa castellano? ¿Es acaso esto una broma de mal gusto?”. Hasta aquí la analogía.

Muchas personas desean prepararse para predicar y/o enseñar la Palabra de Dios. Sin embargo, no han considerado, ni por un momento, la importancia de conocer la Biblia en su idioma original y se conforman con un conocimiento a través de un intermediario, es decir, un traductor.

El gran desafío de esta generación, es volver a las fuentes (ad fontes), como en la época de la Reforma Protestante. Debemos hacer el esfuerzo para presentarnos ante Dios como obreros que no tienen de qué avergonzarse y que interpretan correctamente la palabra de verdad.

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